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Más guerras de religión
Entre tanto, la jerarquía católica azuzaba a la población contra los hugonotes. El clero de Tolouse exhortó a sus fieles: “Matadlos y saquead; somos vuestros padres. Os protegeremos”. Las violentas campañas de exterminio dirigidas por el rey, los parlamentos, los gobernadores y los capitanes sentaron el ejemplo que imitaron las masas católicas.
Pero los hugonotes contraatacaron. A los dos meses de la “Noche de San Bartolomé” iniciaron la cuarta guerra religiosa. En los lugares donde superaban en número a los católicos destruyeron imágenes, crucifijos y altares en las iglesias católicas, y llegaron a verter sangre. “Dios no quiere que se exima ni ciudades ni gente”, dijo Juan Calvino, caudillo del protestantismo francés, en su Declaración para mantener la verdadera fe.
Se sucedieron otras cuatro guerras de religión. La quinta terminó en 1576 al firmar Enrique III una paz que concedía a los hugonotes plena libertad de culto en toda Francia. Pero la ultracatólica ciudad de París se rebeló y expulsó al rey, a quien consideraba demasiado conciliador con los hugonotes. Los católicos formaron un gobierno de oposición, la Santa Liga, capitaneada por Enrique de Guisa.
Por último, en el octavo conflicto, la guerra de los Tres Enriques, el rey Enrique III (católico) se alió con su futuro sucesor, Enrique de Navarra (protestante), contra Enrique de Guisa (católico). El monarca logró que se asesinara a Enrique de Guisa, pero él mismo cayó víctima de la agresión de un dominico en agosto de 1589. Así, Enrique de Navarra, que diecisiete años antes se había librado de la “Noche de San Bartolomé”, subió al trono como Enrique IV.
Dado que era hugonote, París se negó a acatarlo. La Santa Liga católica organizó sus huestes por todo el país para luchar contra él. Aunque el soberano ganó varias batallas, cuando los católicos recibieron refuerzos de España acabó abjurando del protestantismo y convirtiéndose a la fe católica. Tras su coronación, el 27 de febrero de 1594, Enrique entró en París, donde el pueblo, exhausto de tanta guerra, lo aclamó como rey.
Así concluyeron las guerras religiosas de Francia, tres decenios largos de matanzas mutuas de católicos y protestantes. El 13 de abril de 1598, Enrique IV publicó el histórico Edicto de Nantes, que reconocía la libertad de conciencia y de culto a los protestantes. Según el Papa, el edicto era “lo más malvado que podía imaginarse, [pues] concedía a toda la gente la libertad de conciencia, que era la peor cosa del mundo”.
Por toda Francia hubo católicos que creyeron que con el edicto el rey había quebrantado su promesa de defender su fe. La Iglesia no descansó hasta conseguir, casi un siglo más tarde, que Luis XIV revocara el edicto, lo que suscitó una persecución de los hugonotes aún más implacable.
El fruto de las guerras
A fines del siglo XVI, la prosperidad de Francia se había desvanecido. Medio reino había sido asediado, saqueado, extorsionado o devastado. Los soldados exigían demasiadas cosas al pueblo, lo cual desató revueltas del campesinado. La población protestante, diezmada por ejecuciones, matanzas, expatriaciones y abjuraciones, entró muy mermada en el siglo XVII.
Todo indicaba que los católicos habían ganado las guerras de religión en Francia. Pero ¿contaba su triunfo con la bendición divina? Obviamente, no. Hastiados de las matanzas en nombre de Dios, muchos franceses se hicieron irreligiosos. Fueron los precursores de la denominada orientación anticristiana del siglo XVIII.